A pesar del frío, la lluvia, los pies adoloridos y las piernas reventadas, tengo la alegría de haber vuelto a realizar este peregrinaje y sentir lo especial que es este lugar. Dos cosas, en específico, me han dejado frío, y no hablo de la lluvia ni del viento. La confesión con un sacerdote, con quien había estado en clases el semestre pasado, que me hizo sentir esa paz que tanto necesitaba en ese momento; y la visita a una señora que nos atendió, a mi familia y a mí, en un restaurante en Sangüesa cuando íbamos a visitar el castillo. Aunque le di una grata sorpresa cuando le expliqué que yo era aquel joven que pesaba 20 kilos menos que ahora y en ese entonces no tenía pelo, me quedé sin palabras cuando Maria Luisa me dijo que nunca dudó que yo me sanaría. Me conmovió la grandeza de su fe y el detalle, que en su momento se tomó, de atreverse a darme ánimos y no soltar nunca la fe, cuando muchas veces nosotros, sintiendo la necesidad de decir algo, callamos por miedo a lo que los demás vayan a pensar. Estas palabras son para ella y para todos los amigos que han hecho de esta una experiencia inolvidable.
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